José Saramago (1922-2010), el escritor portugués Nobel de
Literatura en 1998 no es de los que deja indiferente con sus libros, cada una
de sus obras nos invita a la reflexión sobre los temas centrales del hombre: la
religión, la muerte, la maldad, etc. Y lo hace siempre con un estilo narrativo
singular en la construcción de los diálogos y en el uso preciso de la palabra.
Cuando escribió en 1991 El Evangelio según Jesucristo, la
historia novelada de la vida de Jesús de Nazaret, no desde la perspectiva
dogmática de la Biblia, sino desde una visión más abierta y humanista, los
sectores católicos más ultraconservadores se sintieron ofendidos y tacharon el
libro de una blasfemia (¿en tiempos de la Inquisición Saramago habría sido
quemado en la hoguera por los fanáticos del dogmatismo?).
Lo cierto es que la historia de
la vida de Jesús desde su concepción, a saber, obra exclusiva de José y María
(“la carne de él penetró en la carne de ella, creadas una y otra para eso
mismo”), es contada con sencillez y muchísima ironía: nace en Belén, es
circuncidado como todo judío al nacer (por cierto que Saramago nos dice que su
prepucio se puede ver en una parroquia italiana “para edificación de creyentes
empedernidos y disfrute de incrédulos curiosos”); Jesús es el primogénito de
una familia numerosa a la que abandona temporalmente tras la muerte de su padre
(crucificado por ser considerado un rebelde zelote), pasa cuatro años cuidando
de un rebaño de ovejas junto a un
enigmático hombre conocido como Pastor, que no es otro que el Diablo, que
intenta enseñar a Jesús la dualidad de las cosas en la vida: “no me gustaría
verme en la piel de un dios que al mismo tiempo guía la mano del puñal asesino
y ofrece el cuello que va a ser cortado”; conoce al amor de su vida, la
prostituta María de Magdala, quien le enseñará a amar a una mujer en todos los
sentidos: “Aprende, aprende mi cuerpo”. Es esta parte del relato la más
poética, Jesús describe el cuerpo de María Magdalena: “tus dos senos son como
dos hijos gemelos de una gacela”. Luego llega la etapa de los “milagros”: la
abundancia de peces en el Mar de Galilea cuando Jesús acompaña a los
pescadores, las curaciones de enfermos supuestamente incurables (cura a Lázaro
aunque no lo resucita cuando muere), la multiplicación de los panes y los
peces, etc.
Dedica Saramago a sus primeros
años gran parte del libro, pasando con velocidad sin embargo por los episodios
más conocidos de su vida a partir del prendimiento. Porque es en esos años
jóvenes donde Saramago quiere ver a un Jesús dolido por las circunstancias de
su nacimiento y los remordimientos de su padre, incomprendido por su familia,
atormentado por la soledad, estigmatizado porque sobrevivió a una matanza de 25
niños inocentes en Belén porque así lo quiso Dios.
Y es con Dios con quien Saramago
ajusta cuentas: su crueldad en la matanza de inocentes, el desprecio a las
mujeres, y claro está su desprecio al Hombre, al que utiliza para obtener la
adoración eterna. La conversación entre Dios, Jesús y el Diablo en la barca es
para mí una parte sublime de la novela: en ella Dios, ante el silencio cómplice
del Diablo (a los dos les favorece mucho el plan), explica a Jesús cuál es el
propósito de su vida, a saber, ser el cordero que será sacrificado para que
Dios no solo sea adorado por un pequeño pueblo, el judío, sino por todos los
habitantes del mundo, que puestos a tener fieles, mejor a lo grande. Y además
su muerte debe ser dolorosa, como mártir, “para que la actitud de los creyentes
se haga más fácilmente sensible”. Y por no mantener en la ignorancia de los
hechos futuros que provocará este sacrificio, Dios enumera a Jesús, de forma
alfabética, todos aquellos que morirán cruelmente defendiendo a Cristo, y mucho
más adelante, los que morirán por dudar de Cristo, las Cruzadas, las guerras de
religión, etc., etc. Y sentencia Dios: “el
hombre es lo mejor que le ha podido ocurrir a los dioses”.
Y dijo Dios: “Este
Bien que yo soy no existiría sin ese Mal que tú eres… si el Diablo no vive como
Diablo, Dios no vive como Dios, la muerte de uno sería la muerte del otro”.
No hay mejor instrumento
literario que la ironía para luchar contra los dogmatismos religiosos.
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