viernes, 26 de diciembre de 2014

Palestina: en la Franja de Gaza, de Joe Sacco

Joe Sacco es un reconocido periodista y dibujante de cómics nacido en Malta (1960), aunque residente en los Estados Unidos desde muy joven. Entre 1991 y 1992 decidió abordar el problema de Palestina e Israel sobre el terreno para poder trasladar una buena historia al cómic. Convivió dos meses en Cisjordania y Gaza con familias palestinas a las que entrevistó, fotografió y escuchó con paciencia. Se convirtió en algo más que un mero observador del problema palestino, que a finales de 1991 iba camino del fin de la Primera Intifada, y para cuando comenzó a publicar su trabajo, en la década de los 90, ya se habían producido los famosos Acuerdos de Oslo por los que se reconocía la existencia de un estado palestino gobernado por la ANP (Autoridad Nacional Palestina) en los territorios de Gaza y Cisjordania. Conocía con profundidad la visión israelí del problema pero en Occidente la imagen de Palestina estaba distorsionada, asociada a terrorismo y secuestros de aviones, métodos con los que las organizaciones radicales árabes habían respondido a los ataques israelíes aplicando la vieja Ley del Talión ("ojo por ojo, diente por diente").
La labor de documentalista de Joe Sacco es ingente, y convierte a Palestina: en la Franja de Gaza (1993-1995) en una auténtica novela gráfica donde los auténticos protagonistas son el pueblo palestino, que cuenta con descarnado detallismo sus penurias a un sorprendido Sacco, que es también personaje de la tragedia. La visión de Sacco es una visión humana y personal, que trata el problema desde el punto de vista de los hombres, con sus periodos de reclusión en la cárcel, las torturas, los interrogatorios, las humillaciones, etc., pero también hay hueco para las mujeres palestinas, auténticas sufridoras del problema, puesto que no hay mujer que no haya perdido a un marido, un hijo o un nieto en la eterna lucha.
Y para ilustrarnos, Sacco nos explica a través de la memoria de los más ancianos cómo en 1948 nacía por obra y gracia de Gran Bretaña y el beneplácito de la ONU, el Estado de Israel, incrustado en una Palestina que hasta entonces era mandato británico. Así nació el problema, puesto que en esa Palestina vivían 750 mil árabes que fueron desplazados en su mayoría a los territorios de Cisjordania y Gaza, perdiendo casas y tierras y pasando a vivir muchos de ellos en improvisados campos de refugiados que todavía hoy siguen subsistiendo. Varias guerras árabe-israelíes después, la situación de los palestinos continuó empeorando, mientras que Israel recibía (y recibe) el apoyo incondicional de Estados Unidos. 
Por este trabajo concienzudo trazado en blanco y negro con precisión fotográfica, recibió el American Books Award en 1996, y ayudó a hacer visible un problema que parecía reducido a terrorismo palestino versus represión militar israelí. Y es que para empezar a atisbar la comprensión de este problema tal vez haya que huir de los radicalismos, y debamos alejarnos de judíos ultraortodoxos (como los colonos que aparecen en el cómic) e islamistas radicales, dos grupos cuya única solución al problema consiste en la aniquilación total del contrario, mediante una reformulación de la praxis fascista.
La sensación de fracaso y problema insoluble está latente en la obra, y la amargura es el sentimiento que se te queda al acabar el cómic, como nos remarca Sacco en el prólogo de la edición de 2001: "Los pueblos palestino e israelí continuarán matándose entre sí en un conflicto de baja intensidad o con una violencia desgarradora hasta que este hecho central (la ocupación israelí) se trate como un tema de ley internacional y de derechos humanos". 
La clave está en saber si ya se ha cruzado la línea roja, aquella que separa el deseo de compartir la misma tierra y el odio que lleva al exterminio. El estadounidense de origen palestino Edward Said, profesor de Literatura Comparada, afirma que la mayor victoria del cómic es haber evidenciado que Palestina existe, que el pueblo palestino está vivo y que la comunidad internacional tiene todavía un problema que resolver.
En 2012, la ONU reconoció el Estado de Palestina como "estado observador no miembro", escaso gesto mientras EEUU se oponga en el Consejo de Seguridad a su reconocimiento pleno. El 17 de diciembre de 2014 el Parlamento Europeo apoyó públicamente el reconocimiento del Estado de Palestina, un gesto también simbólico ya que el reconocimiento efectivo deben realizarlo cada uno de los estados miembros de la UE. Y en esas seguimos, mareando la perdiz...
Estamos ante un cómic absolutamente recomendable que te hará reflexionar sobre las paradojas que la historia del siglo XX nos ha deparado, y a buen entendedor, sobran las palabras.

lunes, 8 de diciembre de 2014

Nuestro hombre en La Habana, de Graham Greene

Henry Graham Greene (1904-1991) fue un periodista y escritor británico que adquirió un reconocimiento merecido por parte de la crítica y el público con sus más de 25 novelas, algunas de ellas, como la que nos ocupa, encuadradas en el subgénero de la novela de espías. Un hombre de fuertes contradicciones morales ya que era profundamente católico (cuando dejó a su mujer nunca se divorció de ella, como le ocurre al protagonista de la novela, Wormold) y militante, durante algún tiempo, del Partido Comunista de Gran Bretaña, aunque fue una militancia breve y de juventud.
Su primera novela con cierto éxito es El tren de Estambul (1932), pronto llevada al cine, como muchos de sus relatos. Éste y otros como el que presentamos, Nuestro hombre en La Habana (1958), fueron considerados por el propio autor como novelas "de entretenimiento" para distinguirlas de las novelas "literarias" (como El poder y la gloria, de 1940), de las que de verdad se sentía orgulloso.
Sin embargo, las novelas de entretenimiento son de una excelente calidad literaria, ahí está El tercer hombre (1950), novela de espías ambientada en el Berlín ocupado por los aliados tras la II Guerra Mundial, modélico relato con personajes perfectamente caracterizados que constituye una fuente de la que beberán los futuros maestros del subgénero, John Le Carré y Frederick Forsyth.
Nuestro hombre en La Habana forma parte de estas novelas "de entretenimiento" que Greene coloca en un segundo plano, pero no es precisamente un relato menor. Es una novela premonitoria porque es publicada en 1958, meses antes de la revolución castrista que instaló a los comunistas en el poder de Cuba (hasta la actualidad), y ese ambiente prerrevolucionario en una dictadura mantenida por los americanos y dirigida por el general Batista, que presagia que algo va a ocurrir, es bien retratado por el escritor. 
En esta Cuba pre-comunista trabaja como vendedor de aspiradoras un tal Wormold, que vive con su hija Milly. Es un auténtico personaje secundario al que Greene pone todo el foco, una medianía que se revela muy inteligente, siendo capaz de engañar no solo al Servicio Secreto británico, que lo ha reclutado, sino a todos los servicios secretos que actúan en Cuba. Wormold construirá una mentira poco sostenible (red de agentes falsos, planos inventados, etc.) que sin embargo acabarán tragándose todos, incluida Beatriz, una secretaria enviada desde Londres para ayudar en las tareas de espionaje de Wormold.
El gran acierto de la novela es la continua burla que Greene hace de los servicios de espionaje de los países, puesto que Wormold no es un agente entrenado, no tiene ni idea de lo que debe hacer, y además fabrica patrañas increíbles que todos se tragan porque la neurosis de la Guerra Fría hace creer prácticamente en todo, aunque sea inverosímil. Esa ridiculización del espionaje también la vemos en John Le Carré cuando destripa las entrañas del Servicio Secreto británico en El topo.
Wormold descubrirá, no obstante, que de la falsedad pueden surgir situaciones peligrosas muy reales porque el espionaje, visto como un juego por nuestro protagonista, se cobra víctimas reales, como su buen amigo el doctor Hasselbacher. 
Greene acabará por cerrar el relato con un final de nuevo caricaturesco al describir la reunión de jefes del Servicio británico donde se decide el futuro de nuestro amigo Wormold, que ya se cree condenado.
Estamos ante una novela notable en la que se ridiculiza el funcionamiento de los servicios secretos, que humaniza a sus protagonistas (Wormold es un personaje sencillo que nada tiene que ver con nuestra imagen del agente secreto, demasiado "bondiana" por obra y gracia de las novelas de Fleming y las películas correspondientes), que hace reales sus problemas y mundanas sus preocupaciones, y por ello es un precedente de la caracterización de personajes y situaciones que John Le Carré construye en sus novelas, ejemplificadas en la figura de George Smiley.