Abraham Stoker (1847-1912) fue un escritor irlandés
que alcanzó la fama cuando publicó una de las novelas emblemáticas del género
de terror, Drácula (1897), y según
Oscar Wilde, “la novela más hermosa jamás escrita”. Licenciado en Matemáticas y
en Ciencias, ejerció también como abogado en Londres, compaginando su vida laboral
con la de crítico literario para varias revistas culturales.
La historia del vampiro Drácula es un ficticio relato basado
en un personaje histórico mencionado en las fuentes, la del príncipe valaco
Vlad Tepes o el Empalador, por el fin cruel que tenían los soldados turcos que
se enfrentaron a este noble de mediados del siglo XV, quien intentó de manera
infructuosa frenar el avance otomano por Europa oriental.
Sobre un personaje histórico, Stoker crea el mito de un conde
que ha sobrevivido varios siglos alimentándose de la sangre humana escondido en
su tétrico castillo de Transilvania, y entonces la ficción supera con creces a
la realidad y atrae hipnotizados a millones de lectores que quedarán
vampirizados para siempre. Después, con la llegada del cine, se potencia la
imagen tradicional del vampiro descrita por Stoker: se alimenta de sangre, teme
los crucifijos, no soporta el ajo, el agua bendita o la hostia consagrada,
puede transformarse en murciélago o en una neblina densa, no soporta la luz del
sol, puede vampirizar a otros si deja que beban de su propia sangre, mueren
cuando se les clava una estaca en el corazón o se les corta la cabeza, etc.,
rasgos que la mayoría de nosotros podemos describir cuando nos preguntan qué es
un vampiro.
Pero vayamos a la novela, que es un relato al que Stoker
necesita dotar de “veracidad”, y esta cualidad se consigue con lo que se sirven
los historiadores para dotar de objetividad a la construcción del relato
histórico, a saber, los documentos escritos. Estos, siguiendo el positivismo
histórico, están dotados de la suficiente entidad para ser considerados “fiables”,
aunque sean una recopilación de diarios personales, cartas y memorias. Así lo
remarca en la dedicatoria el propio Stoker: “La lectura de este manuscrito pondrá de manifiesto cómo se ha colocado
en orden de sucesión. Se han eliminado todos los materiales innecesarios, de
modo que pueda presentarse objetivamente
una historia que está casi reñida con las creencias de nuestros días…”. Al
decir que será un relato objetivo, el lector debe creer lo que se cuenta aunque
“esté reñido con las creencias de nuestros días”. Stoker confronta lo que
podemos creer porque lo explica la ciencia, con lo que no puede ser explicado
científicamente pero es real.
Y ahí entran en liza unos personajes muy bien construidos:
Jonathan Harker, Mina Murray (una auténtica heroína y un personaje crucial
conforme avanza la novela), Lucy Westenra, el doctor Seward, Quincey Morris, Arthur
Holmwood y por supuesto nuestro personaje preferido: el cazavampiros profesor
Van Helsing, un doctor (paradigma de lo científico) que cree en los vampiros y
que ha estudiado las maneras de acabar con ellos. Algunos de ellos se nos hacen
cercanos a través de sus diarios íntimos, donde expresan sus temores, sus
miedos, sus pensamientos, y es a través de los ojos de Mina, Jonathan o el
doctor Seward, como nos atrae la personalidad decidida de Van Helsing, que hace
partícipe de sus sospechas al grupo y lo organiza para cazar al vampiro más
peligroso con el que se haya encontrado, y que campa por Londres: el conde
Drácula.
Cuando he leído la novela, no he podido evitar asociar a los
personajes con su alter ego en la pantalla grande, concretamente con el Drácula de Bram Stoker de Coppola, que
en 1992 nos presentó una historia barroca pero bastante fiel al libro original,
por lo que para mí Drácula tiene los rasgos de Gary Oldman, qué le vamos a
hacer, y Mina Harker es Winona Ryder.
Es una historia que casa con el espíritu de finales del siglo
XIX, en plena era colonialista, con aventuras, tierras desconocidas a pesar de
estar en el corazón de Europa (Transilvania), y cierta sensación de
superioridad cultural tan típica de la sociedad inglesa respecto a otras
nacionalidades, pero respira un aire absolutamente romántico que tal vez fue
demasiado realzado en la versión cinematográfica de Coppola.
Es un relato ya inmortal, como su protagonista, considerado
un clásico de la literatura con letras mayúsculas, aunque durante mucho tiempo
se consideró literatura menor para aquellos que fijaban los cánones literarios.
Es literatura para disfrutar con deleite, y para luego ser acompañada con un
visionado de películas clásicas del vampiro.
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